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Literatura coreana, hoy

Hace pocos meses que me he adentrado en la literatura coreana, principalmente la moderna, y me ha costado encasillarla dentro de alguna característica medianamente destacable como para poder englobarla, para darle una identidad que pueda usar para recomendarla. Es evidente que al adentrarse en un mundo tan vasto y desconocido, tanto a nivel geográfico como a nivel cultural, la primera impresión sea la del desconcierto; así he abordado en un principio mis primeras lecturas y así es como continuaba hace pocas semanas. No son muchas las obras que he tenido el gusto de leer —ellas y el tiempo son finitos—, pero me llama la atención esta sensación que le deja a uno después de acabarlas: la de un vacío desconocido a pesar de creer permanecer entero.


Hace unas semanas fui a mi librería de toda la vida a pedir unos cuantos libros. El encargado no entiende mucho de literatura oriental, pero hace lo posible por recomendarme lo poco que puede cada vez que me paso por ahí. Es costumbre entre nosotros enumerar en alto los títulos y los autores, es ya una tradición casi mecanizada, así que entenderéis mi sorpresa cuando me interrumpe en seco y me dice:


—¿La vegetariana? ¿De Hang Kang? Buenísimo.


Jamás había reaccionado ante ninguno de los títulos de autores no-occidentales, por lo que me quedé como petrificado cuando habló con tanta sinceridad.


—¿Lo has leído?


—Claro. Es diferente, pero vale mucho la pena —responde.


Aquello me hizo pensar. Puede parecer una nimiedad, pero automáticamente lo asocié con la primera novela coreana que he tenido en mis manos: Tengo derecho a destruirme, de Kim Young-Ha (gracias, Malas Tierras, por acercarme a ella). En la novela, un narrador casi fantasma recorre las calles de Seúl en busca de víctimas perdidas para ofrecerles el suicido como única solución de su males, todo en torno a dos hermanos enamorados de la misma mujer.



Tras la lectura de La vegetariana pude encontrar cuatro similitudes que creo fundamentales entre estas dos obras; todos los personajes parecen vivir cabizbajos, resignados; en ciudades de transportes velocísimos esperan quienes desean algo de quietud en sus vidas; el videoarte, aunque atractivo y moderno, causa estragos; todos desean, en mayor o menor medida, el derecho a desaparecer y destruirse a su manera.


El último punto es el que más me llamó la atención. Esa búsqueda de la inmolación no trata únicamente de quitarse la vida así como así, más bien es una manera de indagar en todo aquello que ha hecho infeliz a cada individuo, cuál es la historia que lo ha llevado a ese punto de no retorno. En este sentido, el dramatismo reluce y toma la forma de un grito desesperado de poco más de 160 páginas. Hay, sin embargo, una belleza extraña en cada palabra. Es fascinante acompañar a los familiares de Yeonghye en La vegetariana mientras cada uno relata la decadencia de la mujer; cómo pasa de no querer comer carne a, simplemente, querer subsistir a base de agua, silencio y sol.



Hay, pues, algo hipnótico en la expresión coreana. De hecho, creo alucinar cuando en nuestras redes pasamos de las breves interacciones de siempre a, de repente, tras recomendar Kim Ji-young, nacida en 1982 de Cho Nam-joo, incendiar los favs. La protagonista, que da nombre al título, que tiene 33 años y el nombre más común de Corea, dice: «Ni siquiera yo sé si me casaré o si tendré hijos. O puede que me muera antes. ¿Por qué tengo que renunciar a lo que quiero ser o hacer por un futuro que no sé si llegará o no?» Ya estoy deseando poder hincarle el diente a esta novela que ha dado la vuelta al mundo.



Tanto es así que, cuando una amiga me dice que está leyendo Almendra de Won-pyung Sohn (editada, por cierto, por Andrés Felipe Solano, nuestro querido prologuista) porque un integrante de los BTS lo ha recomendado, creo desfallecer. ¿Acaso he estado ciego todo este tiempo? ¿Existe realmente un boom silencioso de literatura coreana del que no me he enterado? ¿Por qué todos parecen conocer miles de obras justo cuando empiezo a interesarme por un par de ellas?



Llego a la conclusión de que la literatura coreana es, ante todo, selecta. Estoy seguro de que me dejo en el tintero muchas más obras; tal vez Todas las cosas de nuestra vida de Hwang Sok-yong, Nuestros tiempos felices de Gong Ji-yuong o Lo que nunca sabrás de Jeong I-hyeong. Sobre Pachinko, de Min Jin Lee, ya os hemos hablado. Pero si creemos que «selecta» es, de alguna manera, la palabra adecuada para etiquetarla es porque estamos de acuerdo en algo parecido a aquello que decía el librero: que Corea, al igual que su expresión literaria, «es diferente, pero vale mucho la pena».


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